El más veterano de los dictadores árabes ha modelado Libia a su imagen y semejanza.- Hace unos años logró sacar a su país del ostracismo, pero nunca le devolvió la libertad
Siempre le precedió su fama. Antes de cada viaje de Muamar el Gadafi, la prensa hablaba de la jaima en la que se alojaría, de la camella cuya leche fresca bebería cada mañana, e incluso de que estaría protegido por una guardia personal de treinta vírgenes entrenadas para matar. Con semejante puesta en escena, resultaba difícil distinguir la realidad de la leyenda sobre este excéntrico gobernante que lleva 42 de sus 68 años al frente de Libia. El veterano de los dictadores árabes incluso buscó hace unos años el reconocimiento internacional que no logró con su revolución verde, renunciando al terrorismo con el que había condenado su país al aislamiento internacional.
Gadafi se hizo con el poder en un golpe de Estado en 1969. El joven coronel, que había crecido alimentado por las arengas panarabistas del egipcio Abdel Gamal Nasser y el espíritu rebelde de una familia que luchó contra la ocupación italiana, se sirvió de su empleo militar para derrocar al enfermo rey Idris. Aunque oficialmente acabó con la monarquía, él ha ejercido como el más caprichoso de los reyes absolutos, ayudado por el petróleo descubierto diez años antes en su país. Y parecía estar preparando su sucesión por Saif al Islam, el segundo de los ocho hijos que ha tenido con dos esposas.
Hasta ahí, nada inusual en la triste historia contemporánea de muchos países árabes. Lo que ha hecho diferente a Gadafi de otros autócratas de su época ha sido el modo en que su personalidad ha modelado Libia hasta crear una asociación casi indisoluble entre ambos. Desde el principio se propuso establecer un sistema de gobierno distinto del capitalismo y el comunismo que competían en aquel momento, aderezado además con una adaptación sui generis del islam que los más puristas denunciaronn como herética y que alentó el principal desafío a su autoridad en la oposición islamista.
Cuatro años después de su golpe, lanzó una revolución cultural cuyo objetivo era eliminar cualquier influencia extranjera dentro del país y crear una sociedad nueva. Su visión revolucionaria, recogida en el famoso Libro Verde, buscaba en el fondo diferenciar a Libia de su entorno. Así estableció como forma de gobierno la yamahiría, un neologismo que creó a partir de la palabra árabe yumhuría (república) y que se ha venido traduciendo de forma libre como "gobierno de las masas".
El coronel, tras asegurarse el control de un país tres veces la extensión de España, pero con una décima parte de población, renunció a todos los cargos y se convirtió en el Líder de la Revolución. El poder pasó, en teoría, a unos comités populares, a menudo dirigidos por adolescentes educados en el culto a su personalidad. Se purgó a los funcionarios considerados corruptos y se quemaron libros políticamente peligrosos. En realidad, los comités sirvieron de pretexto para arrinconar al Consejo de Mando de la Revolución y quitar competencias a ministros, gobernadores provinciales y otros altos funcionarios.
Cualquiera que fueran las apariencias, Gadafi concentró en sus manos el poder absoluto. Todo ello aderezado por una buena dosis de teatralidad que le convirtió en uno de los líderes más singulares del siglo pasado. Haciendo honor a sus orígenes beduinos pasaba grandes temporadas en el desierto, pero la aparente simplicidad de ese estilo de vida tradicional contrastaba con el despliegue confort que siempre le ha compañado bajo la carpa en la que recibe a sus invitados. Su gusto por los uniformes y trajes regionales añade además un toque de exotismo que durante años deleitó a los medios de comunicación extranjeros.
La primera vez que esta corresponsal vio a Gadafi en persona, el líder libio interpretaba su papel. EEUU acababa de bombardear su país y, a pesar de la muerte de su hija adoptiva Jana en uno de los ataques, el dirigente aparecía perfectamente maquillado y con los ojos enmarcados por una raya de kohl. Era 1986 y Libia constituía un precedente del aún no inaugurado eje del mal. Se le acusaba de apoyar a grupos terroristas, desde el IRA norirlandés a los palestinos de Abu Nidal e incluso la ETA española, y en concreto de estar detrás de los atentados contra los aeropuertos de Viena y Roma (1985) y la discoteca La Belle de Berlín (1986), donde murió un soldado estadounidense.
La Administración Reagan decidió darle una lección. Los bombardeos contra Trípoli y Bengasi no sólo dejaron docenas de muertos sino que marcaron el inicio de la marginación de Libia y su líder en la comunidad internacional. Pero ni siquiera ese castigo logró apagar los ímpetus revolucionarios de Gadafi. Apenas dos años más tarde, se le atribuía el atentado contra un avión de la Pan Am que estalló cuando sobrevolaba la ciudad escocesa de Lockerbie y dejó 270 muertos. Fue la gota que desbordó el vaso.
Todo el mundo le dejó de lado. Las sanciones de la ONU hicieron que las empresas europeas siguieran a las norteamericanas y abandonaron un país al que se le cortaron incluso las conexiones aéreas con el exterior (aunque curiosamente no se le prohibió exportar su petróleo). Ni siquiera sus hermanos árabes salieron en su defensa. En el fondo siempre le habían encontrado demasiado impredecible como para tomarle en serio. Y su verborrea panarabista, que encontró cierto eco entre el hombre de la calle que se sintió huérfano a la muerte de Náser, les producía poco entusiasmo.
Ese abandono le confirmó la futilidad de sus esfuerzos en pos de una utópica unidad árabe. Inasequible al desaliento, Gadafi volvió sus ojos hacia África. Muchos de sus vecinos recibieron con alivio las ayudas económicas que el líder podía permitirse a costa del petróleo. "África está más cercana a mí en cualquier aspecto que Irak o Siria", llegó a declarar en una entrevista. Aunque su sueño de unos Estados Unidos de África tampoco prosperó, fue la semilla para la Unión Africana que en julio de 2002 enterró a la inoperante OUA.
Pero África nunca iba a lograr sacarle del ostracismo. El líder dejó de aparecer con sus vistosas túnicas en las portadas de las revistas internacionales y sus diplomáticos languidecían en las "oficinas populares de la gran yamahiría árabe libia" (como los libios denominan a sus embajadas). Hasta 2003. En agosto de ese año, de forma repentina, Gadafi admitió formalmente la responsabilidad de su país en el atentado de Lockerbie y aceptó indemnizar a las familias de las víctimas. Su decisión permitió que se levantaran las sanciones de la ONU. Poco después también reconoció su implicación en un ataque similar contra un avión de la compañía francesa UTA que dejó 171 muertos en 1989.
Más sorprendente fue su anuncio de que renunciaba a las armas de destrucción masiva. Estados Unidos restableció poco después las relaciones diplomáticas suspendidas en 1986. Tal medida permitía el regreso de las compañías petroleras norteamericanas y, tras su señuelo, del resto de las empresas del sector ávidas de nuevas fuentes de petróleo y gas.
A partir de entonces empezaron a pasar por su jaima numerosos políticos occidentales, incluidos los primeros ministros del Reino Unido, Italia y Alemania, además del presidente francés. Y en su web ( www.algathafi.org ), el "hermano líder" se enorgullecía de hablar ante profesores y estudiantes de la Universidad de Cambridge. Mientras, los opositores libios exiliados en Londres se declaraban muy desilusionados con la rápida aceptación internacional de la súbita reconversión de Gadafi. Rechazaban que el régimen se hubiera reformado y denunciaban que seguía violando los derechos humanos.
Oficialmente, se explicó que el espectacular cambio de rumbo de Gadafi era fruto de una larga labor de la diplomacia británica. Algunos analistas afirmaron que Saif al Islam persuadió a su padre de la necesidad de romper el aislamiento. Sin embargo, la mayoría de los observadores consideran que la invasión de Irak ejerció un efecto decisivo en el astuto líder libio. Menos conocida es la influencia que tuvo el desafío interno que desde principios de los años noventa le presentaban los militantes islamistas retornados de Afganistán o inspirados por los movimientos de los países vecinos.
Aunque el secretismo del régimen hace que se conozca poco de lo sucedido dentro del país, los analistas de la Jamestown Foundation han documentado al menos tres intentos de asesinato (en 1992, 1996 y 1998) a cargo del Grupo Islámico de Lucha de Libia y otros grupúsculos militantes. Gadafi, que no estaba dispuesto a que su país se convirtiera en otra Argelia, lanzó una campaña de represión que terminó con la muerte o el encarcelamiento de todos aquellos miembros y simpatizantes que no pudieron huir al extranjero. Tras el 11-S, la posibilidad de unirse a la lucha global contra el terrorismo de EEUU era la cobertura perfecta para reprimir cualquier disensión interna.
Sea como fuere, su intento de lavar la imagen de su país como paraíso de terroristas le salvó la vida política. Menos claro fue el beneficio del giro para los libios. Aunque a partir de 2003 se produjo cierta apertura económica, la política no le siguió. La oposición continuó insistiendo en que Gadafi no había cambiado ni sus métodos autocráticos ni su actitud represiva ante la mínima muestra de disidencia, como se ha probado ahora.
Los gestos de Gadafi tal vez lograron reducir los temores occidentales respecto a su apadrinamiento del terrorismo internacional, pero en la medida en que no fueron acompañados de cambios internos equivalentes, no hicieron de Libia un país fiable, tal como pudo verse en el dramático caso de las enfermeras búlgaras en 2007. La corrupción rampante y la opacidad política se aliaron para responsabilizar a cinco enfermeras búlgaras y un médico palestino del contagio de sida a 400 niños en un hospital de Bengasi. La mediación europea permitió que se conmutaran sus penas, tras comprometer ayudas para las familias de los niños por, casualmente, la misma cantidad que las indemnizaciones que Libia pagó por el caso Lockerbie.
Gaddafi usó mano dura para alejar la amenaza que los islamistas supusieron a su liderazgo durante la pasada década. Lo que seguramente nunca imaginó es que al final sería un movimiento de civiles desarmados el que agitaría su jaima.
Fuente: El País
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