La historia de Samia es una historia de superación personal en una corta vida llena de adversidades. Por ello, dejamos aquí un relato sobre su persona que creemos se merece una lectura.
Era la más rápida del colegio. Más incluso que los chicos de su edad, a quienes retaba en las calles de Mogadiscio.
Ahí nació su pasión por el deporte. Por competir. A su madre, Dahabo
Ali, que había jugado a baloncesto de joven, no le importaba que su hija
Samia Yusuf Omar llegara sudada a casa, pero le
inquietaba que creciera entre el sonido de la batalla. Samia, la mayor
de seis hermanos, nació el 30 de abril de 1991, menos de tres meses
después de la caída del dictador Said Barre que desembocó en el colapso
del estado y en dos décadas de guerra.
El país estaba hecho trizas pero a Samia le encantaba Somalia. Amaba su nación pese a que ni un sólo día de sus veinte años de vida lograría verla en paz: tras despertar el aplauso del planeta en la prueba de 200 metros en los Juegos Olímpicos de Pekín, murió el pasado abril cuando cayó de la patera que la debía llevar de Libia a Italia. Este es un viaje al pasado de aquella chica que inspiró al mundo por su tesón.
"Era una chica tímida y muy familiar, una chica normal". La periodista americana Teresa Krug fue la persona que más preguntas le hizo en los últimos años. Tras emocionarse con aquella carrera de Pekín, decidió contar la vida Samia en un libro que jamás acabaría. Tardó tres meses en encontrarla. "Un amigo le pasó mi mensaje de que quería escribir su historia y su respuesta fue: OK, ¿por qué no?", explica a este diario Krug. La periodista la invitó dos veces a Somaliland, una región autónoma del norte somalí autoproclamada estado independiente. Vivían puerta con puerta y Samia no tardó en abrirse y descubrir cicatrices.
Y tenía varias mal cerradas. De familia tan pobre como unida, en febrero del 2007 su mundo tembló. Su padre Omar y su tío murieron por un ataque de mortero en el mercado de Bakara, donde ambos trabajaban. Nada volvió a ser igual: su madre empezó a vender fruta y vegetales en la calle y Samia, entonces con 15 años, dejó la escuela y se ocupó de sus cinco hermanos. "Se convirtió en una especie de madre -explica Krug-, en la responsable del hogar". La vida le ponía trabas pero Samia no abandonó su sueño. Aunque a menudo encontraba calles bloqueadas por el ejército o las milicias, cada mañana salía a entrenar. Incluso participó en competiciones en Etiopía y Yibuti. Jamás ganó y su mejor posición fue quinta. Pero las victorias de Samia no se contaban en segundos sino en su capacidad de no bajar los brazos. Entonces llegó el premio de Pekín.
En realidad, nadie de su familia la vio correr. Cuando Samia se dejó el alma en los doscientos metros más emocionantes de su vida, era de madrugada en Mogadiscio y los suyos no tenían un televisor donde verla luchar. Tampoco regresó como una heroína. Su madre y un par de hermanos la fueron a recibir al aeropuerto y la abrazaron fuerte, pero no hubo una celebración especial. Y justo cuando se acercaba a su sueño de vivir del atletismo, la situación se torció. La milicia fundamentalista Al Shabab, que controlaba Mogadiscio, prohibió el deporte y cualquier atisbo occidental. La pena por incumplir el mandato iba desde latigazos hasta la muerte. Aunque Samia no recibió ninguna amenaza directa del grupo radical, dejó de correr. "Tenía miedo", dice Krug.
El clima se volvió irrespirable a finales del 2009. Los enfrentamientos en la capital convirtieron la vida en la ciudad en una pesadilla. "En aquella época -sigue Krug- Samia estaba preocupada porque las luchas cada vez eran peores; temía morir". Su madre decidió huir y se instalaron en un campo de desplazados a las afueras de la capital. Allí, nadie supo nunca que en uno de esos iglús de ramas cubierto de plásticos dormía una atleta olímpica. Pero las condiciones de vida eran tan inhumanas en el campo que apenas un mes después la familia Yusuf decidió regresar a su casa en la ciudad.
Poco a poco, Samia se ilusiona de nuevo por correr. Y se arriesga. En el 2010, emprende por tierra un viaje a Adis Abeba. Allí vive con una tía e intenta que la dejen entrenar en el estadio de la capital etíope. Pero eso nunca llega a ocurrir. Sin los papeles necesarios, no le permiten entrenar. Esa fue la última vez que habló cara a cara con Krug. "Me dijo que atravesaría Sudán y Libia y en Italia encontraría un entrenador. Le dije que no lo hiciera pero...".
El país estaba hecho trizas pero a Samia le encantaba Somalia. Amaba su nación pese a que ni un sólo día de sus veinte años de vida lograría verla en paz: tras despertar el aplauso del planeta en la prueba de 200 metros en los Juegos Olímpicos de Pekín, murió el pasado abril cuando cayó de la patera que la debía llevar de Libia a Italia. Este es un viaje al pasado de aquella chica que inspiró al mundo por su tesón.
"Era una chica tímida y muy familiar, una chica normal". La periodista americana Teresa Krug fue la persona que más preguntas le hizo en los últimos años. Tras emocionarse con aquella carrera de Pekín, decidió contar la vida Samia en un libro que jamás acabaría. Tardó tres meses en encontrarla. "Un amigo le pasó mi mensaje de que quería escribir su historia y su respuesta fue: OK, ¿por qué no?", explica a este diario Krug. La periodista la invitó dos veces a Somaliland, una región autónoma del norte somalí autoproclamada estado independiente. Vivían puerta con puerta y Samia no tardó en abrirse y descubrir cicatrices.
Y tenía varias mal cerradas. De familia tan pobre como unida, en febrero del 2007 su mundo tembló. Su padre Omar y su tío murieron por un ataque de mortero en el mercado de Bakara, donde ambos trabajaban. Nada volvió a ser igual: su madre empezó a vender fruta y vegetales en la calle y Samia, entonces con 15 años, dejó la escuela y se ocupó de sus cinco hermanos. "Se convirtió en una especie de madre -explica Krug-, en la responsable del hogar". La vida le ponía trabas pero Samia no abandonó su sueño. Aunque a menudo encontraba calles bloqueadas por el ejército o las milicias, cada mañana salía a entrenar. Incluso participó en competiciones en Etiopía y Yibuti. Jamás ganó y su mejor posición fue quinta. Pero las victorias de Samia no se contaban en segundos sino en su capacidad de no bajar los brazos. Entonces llegó el premio de Pekín.
En realidad, nadie de su familia la vio correr. Cuando Samia se dejó el alma en los doscientos metros más emocionantes de su vida, era de madrugada en Mogadiscio y los suyos no tenían un televisor donde verla luchar. Tampoco regresó como una heroína. Su madre y un par de hermanos la fueron a recibir al aeropuerto y la abrazaron fuerte, pero no hubo una celebración especial. Y justo cuando se acercaba a su sueño de vivir del atletismo, la situación se torció. La milicia fundamentalista Al Shabab, que controlaba Mogadiscio, prohibió el deporte y cualquier atisbo occidental. La pena por incumplir el mandato iba desde latigazos hasta la muerte. Aunque Samia no recibió ninguna amenaza directa del grupo radical, dejó de correr. "Tenía miedo", dice Krug.
El clima se volvió irrespirable a finales del 2009. Los enfrentamientos en la capital convirtieron la vida en la ciudad en una pesadilla. "En aquella época -sigue Krug- Samia estaba preocupada porque las luchas cada vez eran peores; temía morir". Su madre decidió huir y se instalaron en un campo de desplazados a las afueras de la capital. Allí, nadie supo nunca que en uno de esos iglús de ramas cubierto de plásticos dormía una atleta olímpica. Pero las condiciones de vida eran tan inhumanas en el campo que apenas un mes después la familia Yusuf decidió regresar a su casa en la ciudad.
Poco a poco, Samia se ilusiona de nuevo por correr. Y se arriesga. En el 2010, emprende por tierra un viaje a Adis Abeba. Allí vive con una tía e intenta que la dejen entrenar en el estadio de la capital etíope. Pero eso nunca llega a ocurrir. Sin los papeles necesarios, no le permiten entrenar. Esa fue la última vez que habló cara a cara con Krug. "Me dijo que atravesaría Sudán y Libia y en Italia encontraría un entrenador. Le dije que no lo hiciera pero...".
"Le pidió perdón a su madre y tomó aquel bote"
Siempre desaparecía y volvía a aparecer. Samia era una
chica fuerte y sus amigos tenían la esperanza de que esta vez fuera
como tantas. Su hermana confirmó que no. Hodan, que vive en Finlandia,
explicó la mala noticia: la patera en la que viajaba Samia, que había
partido de Libia, se quedó sin gasolina y quedó a la deriva cerca de
aguas italianas. Un navío del país transalpino se acercó al rescate y se
desencadenó el accidente: “el barco italiano les lanzó cuerdas para que
las agarraran y nadaran hacia ellos, pero desafortunadamente ella fue
una de las siete personas –seis mujeres y un hombre– que murieron
intentando alcanzar el barco italiano con las cuerdas”, narró Hodan a la
cadena BBC. Sus compañeros de patera fueron los que dieron la noticia y
los detalles a su hermana. Qadijo Aden Dahir, directivo de la
Federación de atletismo de Somalia, también confirmó el fallecimiento de
la corredora en los Juegos de Pekín. El viaje de Samia desde Etiopía a
Libia fue una odisea. Tras perderse su pista en octubre del 2010, sus
amigos pensaron que quizás había sido asaltada por bandidos en Sudán.
Pero once meses después apareció en Libia sana y salva. Su hermana Hodan
detalló lo sucedido con amargura: “Una vez en Libia decidió continuar
por barco, le dijimos que no lo hiciera, mi madre intentó decirle que
no. Pero Samia era muy chica decidida y le pidió perdón a mi madre, y mi
madre le concedió ese perdón y tomó ese bote. Y ella murió”.
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